lunes, 29 de marzo de 2010

Ningún cura me metió mano

[Por su interés reproduzco este artículo]
Artículo del periodista Juan Bosco Martín Algarra, de Intereconomía.
Aunque a Jorge M. Reverte y a muchos lectores de El País pueda resultar increíble, toda mi vida escolar transcurrió entre monjas y curas, y nunca, jamás, pero jamás de los jamases, ni en lo más mínimo, noté algo que se pudiera interpretar como acoso. A mis amigos y conocidos han experimentado lo mismo que yo. Por eso nos indigna que algunos aprovechen sucesos tan terribles como aislados para esparcir porquería con ventilador.

Además de instruime, los sacerdotes y religiosos salesianos -ellos fueron mis guías durante años, como para otros lo fueron los maristas, jesuitas, lasallistas, agustinos o claretianos...- me ayudaron a esforzarme por trabajar, rezar, querer a mis padres, respetar las reglas de la convivencia, amar la naturaleza, compadecerme con los enfermos, los pobres y los menos afortunados y, a la vez, estar alegre. En esa lucha todavía me encuentro, con mejor o peor resultado según las épocas, y así será hasta el final de mis días. En este sentido, he descubierto que leer determinados artículos de El País me sienta mal. Saca lo peor de mí.
Estaremos de acuerdo en que a veces hay que poner esfuerzo por sacar a relucir nuestro buen humor. Sobre todo, después toparse con artículos como el que ha escupido Jorge M. Reverte en el susodicho periódico, que ansía colocar a los cristianos de nuevo en las catacumbas. Pues, a pesar de todo, los curas de mi colegio insistían en eso del buen humor: "hay que estar alegre ayudando a los demás", "no pensar mal del prójimo...", "rezar por el compañero que no te presta las canicas...", "perdonar al que te ha lesionado en el partido...", "pedir a María Auxiliadora los días 24 de cada mes muy especialmente por los pobres de África y América..." (donde por cierto nunca he visto a gente como Reverte dejándose la piel por los abandonados y sí a multitud de sacerdotes y religiosos católicos). El patio de mi colegio, como el de muchos otros gestionados por miembros de la Iglesia, se convertía todos los días -y hasta las noches, cuando se organizaban campeonatos de fútbol para los antiguos alumnos- en una escuela de virtudes humanas y cristianas. Se aprendía y se convivía. Allí se forjaron amistades imperecederas. Al fin y al cabo, ¿no era eso lo que quería San Juan Bosco de sus oratorios y colegios: formar buenos cristianos y honrados ciudadanos?
No ignoro, porque es verdad, -ha ocurrido en el presente, en el pasado y se están poniendo medios para que no ocurra en el futuro-, que existen sacerdotes y religiosos (y también seglares: Hitler cantaba en el coro de su parroquia y Stalin fue seminarista) que han pecado gravemente contra Dios, contra el prójimo y contra el sexto mandamiento, tan gravemente, que han cometido delitos penados por las leyes. Hay que detectar a los culpables, a los encubridores, sean religiosos, obispos o cardenales, procesarlos y castigarlos según la legislación civil y eclesiástica. Si no me equivoco, eso es más o menos lo que dice el Papa en su carta a la Iglesia de Irlanda. Y si no lo hubiera dicho, igualmente habría que hacerlo. Pero es caso es que lo ha dicho. Y por mucho que El País y otros deseen asesinar civilmente a Benedicto XVI, los cristianos que veneramos la institución del papado creemos que Joseph Ratzinger ha reaccionado con energía y prudencia, que es justo lo que se espera de él en tesituras como ésta.
La justicia debe proceder contra los curas pederastras con tanto rigor o más que contra los instructores de kárate, los entrenadores de equipos infantiles y padres de familia que abusan de sus hijos. Pero del mismo modo, no debemos apuntar nuestro dedo acusador a todos los curas, profesores de kárate, entrenadores de fútbol o padres de familia que existen en el mundo. Porque caeríamos en el ridículo, como le ocurre ahora al pobre Reverte. Ni siquiera aunque hayamos sufrido el problema en nuestras propias carnes.
Tampoco dudo de que hace 50 años algunos sacerdotes aplicasen castigos corporales desproporcionados, como los que cuenta el resentido escritor en su artículo de marras y como por aquella época ocurría no pocas veces en otras las escuelas del mundo, no sólo franquistas. Cada tiempo conlleva sus miserias. Ahora enEspaña ocurre lo contrario: los alumnos zurran a los profesores. El último ejemplo, esta semana en la Universidad Complutense de Madrid. Sinceramente, no sé cuál de las dos salvajadas es peor, si las "franquistas" o las "democráticas".
Yo mismo, que tengo bastantes menos años que Reverte, puedo recordar cómo me escoció recibir en mi querido colegio salesiano un par galletas, algunas comprensibles, otras justificadas y otras absolutamente inoportunas. Pero los coscorrones, los cachetes y las voces, al igual que otros incidentes aislados -no me refiero a los delitos ni a las imbecilidades denunciables como las que describe Reverte-, se terminan procesando, comprendiendo y perdonando, con el tiempo y un poquitín de madurez. Tampoco mentiríamos si reconociéramos que algunos adultos -yo no, porque creo que un maestro no debe pegar- han llegado a agradecer aquella bofetada oportuna que recibieron de sus maestros. También los profesores, en la convivencia del día a día, perdonan y pasan por alto cien mil impertinencias que tienen que aguantar de los mocosos y de los papás de los mocosos.
Y ahora me pregunto y le pregunto a quien ha notado su propia experiencia reflejada en este artículo: ¿soy el único en este mundo que guarda tan buen recuerdo de su colegio y de sus educadores? ¿A qué esperamos para contar lo que hemos vivido con nuestros propios ojos? Por lo menos, exijamos que no se confundan las churras con las merinas. Visto lo visto, se ha hecho imperativo hablar. Porque personas como Reverte pretenden elevar la anécdota a categoría, de forma que muchos niños y jóvenes que hoy asisten a colegios estatales, indiferentes cuando no hostiles al cristianismo, se lleven una impresión absolutamente distorsionada de los colegios de curas. La misma que realmente supuso y sigue suponiendo una bendición para millones y millones de personas en el mundo... gracias a la entrega y a la generosidad de la Iglesia Católica, de sacerdotes y de sus religiosos.

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